
En el Congreso de los Diputados, la política española se vive con intensidad y, a menudo, con una mezcla de indignación y frustración.
El ambiente está cargado, la derecha se muestra nerviosa y la izquierda se debate entre la autocrítica y el desencanto.
Esta mañana, la tribuna se convierte en el escenario donde se confrontan las ideas, los reproches y, sobre todo, las verdades incómodas que pocos se atreven a pronunciar.
Julio Anguita, figura emblemática de la izquierda española, es invocado en el debate como símbolo de integridad y coherencia.
Su ausencia se siente, especialmente cuando desde la bancada de la derecha se utilizan argumentos y ataques que rozan lo personal y lo ético.
“Tienen suerte de que no esté Julio Anguita hoy aquí para responderles”, se afirma con contundencia, recordando que los principios no se negocian y que la política no debe convertirse en un espectáculo de dogmas inamovibles ni de relaciones públicas superficiales.
El compromiso es claro: decir la verdad, aunque sea incómoda y dolorosa. Y la verdad, hoy, es que hemos fracasado.
Todos, tanto los que lo saben como los que aún no lo reconocen. Unos por no saber negociar, otros por no saber explicar.
El espíritu de la investidura, que despertó tanta ilusión y que fue palanca para el progresismo y dique de contención para el fascismo, parece estar desvaneciéndose.
La izquierda, en su intento de mantener el poder, está entregando boletos a la extrema derecha en una rifa que, tarde o temprano, puede ganar.
La geometría variable que practica el gobierno, basada en el axioma de “yo o la nada”, ha derivado en una política de chantaje y de convencimiento por defecto, no por consenso.
Se juega constantemente a ser irremediables, a negociar por necesidad y no por voluntad.
Y eso, inevitablemente, tiene fecha de caducidad. La derecha siempre compra más barato: más banderas en los balcones y menos ayudas para la gente.
La diferencia entre partidos, en ocasiones, es apenas cosmética.
En este contexto, los decretos sociales aprobados por el gobierno, aunque necesarios, resultan insuficientes.
Las prórrogas del estado de alarma se negocian con la derecha, con Ciudadanos, porque las medidas son innecesariamente reaccionarias y recentralizadoras.
El gobierno vende la dificultad de negociar con Esquerra Republicana y se justifica diciendo que Ciudadanos les ofrece acuerdos más baratos.
Pero esto solo refuerza la idea de que la derecha siempre está dispuesta a comprar más barato, aunque sea a costa de los derechos sociales.
La verdad importa poco en política. Lo decía Berlusconi con su sonrisa y su peluquín: “La verdad no cambia nada”.
Y, efectivamente, la verdad parece no importar cuando se trata de mantener el poder.
Se sube a la tribuna para defender el voto en contra del estado de alarma, para explicar que hay alternativas, que la dicotomía entre estado de alarma o desconfinamiento, entre derechos o salud, entre obediencia ciega o deslealtad, es falsa y perversamente manipuladora.
Pero las críticas caen como chuzos de punta: egoístas, supremacistas, filofascistas.
El gobierno, apenas 24 horas después de rechazar la cogobernanza y la devolución de competencias a las comunidades autónomas, empieza a hablar precisamente de cogobernanza. 48 horas después, amplía los ERTEs fuera del estado de alarma.
La verdad no cambia nada, pero revela la inconsistencia de las decisiones políticas y la falta de coherencia en la gestión de la crisis.
Hoy, en el Congreso, no se constata la negativa de Esquerra Republicana al estado de alarma, sino la negativa del gobierno a negociar nada con Esquerra.
Se ha escogido a la derecha, ni más ni menos. Y ningún discurso, por muy progresista, plurinacional y dialogante que sea, podrá justificar jamás que, habiendo una alternativa republicana y de izquierdas, se haya preferido pactar con quienes recortan en violencia machista junto a Vox en Andalucía, o votan conjuntamente con quienes reparten cacerolas en el fascismo de Madrid.
La izquierda se enfrenta a su propio fracaso. La autocrítica es necesaria, pero escasa. Los votantes perciben la falta de alternativas reales y la incapacidad de la izquierda para frenar el avance de la derecha.
La geometría variable, la negociación por defecto y el chantaje político han desgastado la confianza en el gobierno.
El progresismo, que debía ser palanca de cambio y dique frente al fascismo, se ha convertido en rehén de sus propias contradicciones.
El clima político español está marcado por la polarización y el desencanto.
Las elecciones recientes han demostrado que la derecha es capaz de capitalizar el descontento y que la izquierda, lejos de ofrecer soluciones, se enreda en debates internos y en estrategias poco efectivas.
La ciudadanía demanda respuestas claras, propuestas concretas y líderes capaces de asumir errores y rectificar el rumbo.
La figura de Julio Anguita resurge como ejemplo de coherencia y honestidad. Sus palabras, “los principios no se negocian”, resuenan en la Cámara como recordatorio de lo que la política debería ser: servicio público, compromiso con la verdad y defensa de los intereses de la gente.
La política no es una sesión de coaching, ni un gimnasio de dogmas, sino un espacio para el debate honesto y la búsqueda de consensos.
La derecha, nerviosa, observa cómo la izquierda se descompone y cómo los votantes se alejan de quienes prometieron un cambio que nunca llegó.
La geometría variable, la negociación con la derecha y la falta de alternativas han debilitado el proyecto progresista y han abierto la puerta al avance de la extrema derecha.
La verdad, incómoda y dolorosa, es que la izquierda ha fracasado en su misión de transformar la sociedad y de proteger a los más vulnerables.
El gobierno, en su afán de mantenerse en el poder, ha optado por pactos fáciles y ha renunciado a la negociación con quienes representan una alternativa real.
La ciudadanía, cada vez más desencantada, busca respuestas en otros lugares y en otros líderes.
La política española necesita una renovación profunda, basada en la autocrítica, la honestidad y el compromiso con la verdad.
Los principios no se negocian, y la coherencia debe ser el eje sobre el que se construya el futuro.
La izquierda debe recuperar su capacidad de ofrecer alternativas, de negociar con honestidad y de defender los derechos sociales frente a los recortes y la recentralización.
El Congreso de los Diputados, hoy más que nunca, debe ser el espacio donde se debatan las ideas, se confronten los proyectos y se busquen soluciones reales para los problemas de la ciudadanía.
La verdad importa, aunque la política se empeñe en ignorarla. Y solo recuperando la confianza en la palabra y en el compromiso será posible reconstruir el proyecto progresista y frenar el avance de la extrema derecha.
La figura de Julio Anguita, su legado y sus principios, deben ser el faro que guíe a la izquierda en esta nueva etapa.
La política no es un juego de dogmas ni de relaciones públicas, sino un servicio público que exige honestidad, coherencia y valentía para decir la verdad, aunque duela. Solo así será posible recuperar la confianza de los ciudadanos y construir un futuro más justo y solidario para todos.